LA VIRGINIDAD RELIGIOSA
Cuando se habla del voto de castidad en el estado religioso, es necesario hacer una distinción: una cosa es la castidad y otra cosa es la virginidad por el Reino.
En efecto, la castidad está ligada a la santidad que nos confiere el bautismo, mientras que la virginidad está ligada a nuestra voluntad de seguir a Cristo.
La castidad es una obligación para todos mientras que la virginidad es parte de los consejos evangélicos.
¿Qué es entonces, la castidad? ¿Qué es entonces, la virginidad?
La castidad es el recto uso de la sexualidad en vista al matrimonio y sólo el matrimonio hace lícito el uso de la sexualidad. Fuera del sacramento de la unión de los cuerpos, todo uso de la sexualidad propia o ajena es pecado, es desorden, en cuanto va contra la ley que el Creador ha dado a sus criaturas. Las criaturas, por el mismo hecho de ser tales, no son ley por sí mismas.
Todo ejercicio de la propia que no esté sometido a la ley de Dios es autonomía moral y por lo tanto, pecado. En la moral, el hombre no es libre: está siempre bajo la ley de Dios.
El pecado de Adán en el Paraíso no fue un simple pecado de desobediencia, sino un verdadero y propio pecado de orgullo y de autosuficiencia. El hombre quiso convertirse en ley moral por sí mismo, prescindiendo del Creador.
En aquel momento, dice la Escritura, el hombre se dio cuenta de estar desnudo, esto es, despojado de la gracia de la amistad con Dios. Quiso ser autónomo y se dio cuenta de no ser nada.
La pretendida independencia del hombre frente a Dios es el pecado. Todas las demás faltas son una consecuencia de esta actitud. Se entiende entonces como la castidad es el fruto del sexto mandamiento "No cometerás adulterio", en el cual adulterio indica la relación errada consigo mismo y con los otros.
"La voluntad de Dios es que sean santos, que se abstengan del pecado carnal, que cada uno sepa usar de su cuerpo con santidad y respeto, sin dejarse arrastrar por los malos deseos, como hacen los paganos que no conocen a Dios. Que nadie se atreva a perjudicar ni a dañar en esto a su hermano, porque el Señor hará justicia por todas estas cosas, como ya se lo hemos dicho y atestiguado. Dios, en efecto, no nos llamó a la impureza, sino a la santidad. Por eso, el que desprecia estas normas, no desprecia a un hombre, sino a Dios, a ese Dios que les ha dado su Espíritu Santo" (1Tes. 4, 3-8).
De éste y de otros tantos textos, comprendemos que la castidad está ligada al hombre mismo, a su vida, a la armonía que debe crear en torno a sí.
Me diréis que para quien vive en el mundo estas palabras no son fáciles, pero la castidad no es fácil sino todo lo contrario. La vida religiosa pone al hombre en un estado de privilegio respecto a todos los otros hombres.
Pero nuestra meditación no se centra sobre el deber de la castidad. Nuestra reflexión se centra sobre la virginidad, que no es un deber o un mandamiento, sino una libre elección y un consejo. Nadie está obligado a seguirla. Los cristianos están obligados, en virtud del bautismo, a observar los mandamientos como una respuesta de amor al amor de Dios, pero ninguno está obligado a no casarse para alcanzar la vida eterna.
El mismo Señor es explícito al enseñarnos esto.
Al joven que le preguntaba qué hacer para obtener la vida eterna, Jesús respondió que sólo basta con observar los mandamientos. Pero a la pregunta: ¿qué me falta, aún?, Jesús continúa: "la renuncia a ti mismo, a tu voluntad, a tus bienes, a tu cuerpo".
Este lenguaje fue duro para el joven, el cual no sólo era rico sino, dice el Evangelio: "tenía muchas riquezas", entendiendo con esto que tenía otras posibilidades más allá de la riqueza y a ninguna de ellas quiso renunciar, sabiendo todos nosotros la conclusión: "se alejó triste".
Haber elegido la virginidad o el celibato por el Reino (cf. Mt 19,11) es un don de Dios. Los eunucos por el Reino son aquellos que testimonian el advenimiento del Reino como realidad inminente y la condición del mundo que llega.
Son los profetas que gritan ante un mundo corrupto y materialista, cuyo fin es relegar al hombre al rango del animal, que los bienes del Cielo son incorruptibles y duraderos.
Son aquellos que afirman que la palabra de Dios es verdadera y si Dios alimenta la hierba del campo que hoy está y mañana será tirada al fuego, tanto más tendrá cuidado de ayudar a aquellos que son imagen del futuro estado del hombre.
Todavía, la virginidad perpetua no es fácil de vivirse y ninguno se puede enorgullecer de alcanzar a conservarse íntegro por toda la vida si Dios no interviniese con su Gracia y su favor.
Nosotros no somos ángeles, afirma San Juan Crisóstomo, pero estamos llamados a serlo.
Entrando en religión, el alma se obliga a seguir por toda la vida, una vía inmaculada que debe conducirla a las alturas del sacrificio y del amor.
Mientras el mismo sacerdocio es posible sin el celibato, la vida religiosa no puede existir sin la virginidad.
La pobreza, la virginidad-celibato y la obediencia forman la estructura del edificio. El resto no es más que terminaciones y adornos.
La virginidad no es sólo un estado del cuerpo. Ella es, principalmente, una virtud del alma.
"Hay seres que son vírgenes en su cuerpo, pero en el alma son peores que prostitutas", decía la Madre Sara del desierto.
La virtud de la virginidad es una virtud extremadamente delicada y muy amenazada. La llevamos en vasos frágiles, nos recuerda el Apóstol (cf. 1Cor 4,7). Fray Egidio, compañero de San Francisco, la parangonaba a un espejo que se empaña ante el menor aliento.
Atacada por todos sus flancos por variados enemigos como la carne, el mundo y el demonio, ella necesita fortaleza y prudencia.
"Las luchas contra la virginidad son las más duras de todas, y en esta materia la lucha es cotidiana y la victoria rara" afirma San Agustín, y se la obtiene sólo con la alegría de ser totalmente de Cristo.
Digo con la alegría de pertenecer sólo a Él, porque también en este caso, como para la pobreza, es cuestión de enamorarse. El Señor nos recuerda que nuestro corazón se encuentra allá donde está nuestro tesoro.
Ahora bien, nuestro tesoro no consiste en bienes y riquezas, sino en una persona, y esta persona es Jesús.
Los ascetas nos recuerdan que la virginidad es fruto de plegarias y ayunos, pero sobre todo, de un amor ferviente por el Cristo (Afraates el sirio). Es cuestión de amor, lo repito una vez más. Sin amor podremos ser vírgenes como ciertos filósofos de la antigüedad que habían intuido el bien de la perfecta castidad, pero no seremos nunca verdaderos vírgenes cristianos.
¿Pero cómo podremos estar enamorados de Jesús si no lo conocemos?
Conocer al Señor significa hacer experiencia de Él y no podemos experimentarlo sino en la oración.
La vía real para conocer a Dios es la oración, gracias a la cual nos ponemos en actitud de escucharle y de contemplarle, ya que Él es nuestro enamorado. Dios se ha enamorado tanto del hombre que quiere inhabitar en nosotros en la parte más íntima de nuestro ser. Según una expresión felicísima de Santa Teresa de Ávila, Dios habita en lo íntimo de nuestro castillo interior. Para poder acceder a la estancia en la que habita el rey, el camino es la oración.
Es necesario encallecer las rodillas, decía un predicador, ante el Santísimo Sacramento y sólo así comenzaremos a amar a Dios.
La experiencia humana nos enseña que cuando una persona se enamora de otra, la única voluntad que tiene es la de estar con la persona amada. El alma que busca su bien que está en Dios, tiene momentos de oración para estar sola con Aquel a quien ama. No es fácil al principio, pero luego todo va aclarándose y la noche va dando lugar al día. Si no se da inicio a este asunto, no se lo entenderá nunca.
La virginidad cristiana tiene como modelo a la Virgen Maria. Ella ha sido por excelencia la virgen, esto es, la disponible a la acción de Dios. Y si Dios se ha encarnado en Ella, lo ha hecho por su disponibilidad.
El eunuco no es más el excluido de la comunidad, tal como sucedía en Israel (cf. Deut 23, 2-9). Con Cristo las suertes se revierten y se abre definitivamente el tiempo nuevo en el cual se cumplirá la profecía de Ana: la estéril da a luz siete veces, y la rica en hijos languidece (cf 1Sam 2,5). El Señor concede a los eunucos que se han hecho tales por el Reino de los Cielos, no ser ya una rama seca, sino un árbol lozano que afirma sus raíces en las riberas de los ríos de la Gracia y de la fecundidad espiritual.
Una vez más San Agustín nos ilumina sobre este argumento: "Yo veía la castidad y ella irradiaba una luz pura y serena; apenas pude hacerla amiga y hermana, ella me invitó a acercarme, y lista a abrazarme, me tendía los brazos colmados de ejemplos vigorosos de numerosos niños, adolescentes y jóvenes, y personas de toda edad, viudas venerables y mujeres envejecidas en la virginidad; todas estas almas eran castas y esta castidad no era estéril en ellas; era fecunda y producía muchas y verdaderas alegrías, como otros tantos frutos debidos a tu corazón, oh! Dios, que eres su esposo".
Don Vincenzo