EL PECADO
El Pecado es una transgresión voluntaria a la Ley de Dios. Supone siempre tres elementos esenciales:
Si la materia es grave y la advertencia y el consentimiento perfectos, tenemos el pecado mortal; si la materia es ligera o la advertencia y el consentimiento imperfectos, el pecado es venial.
El pecado mortal
A una mujer, Consuelo, la Virgen dice:
"El pecado mortal es como una flecha con dos puntas que el hombre ha fabricado en su conciencia, aconsejado por satanás. El hombre, cuando comete un pecado que conduce a la muerte, lanza con rebelión esta flecha contra el corazón de Dios. La cosa que más sorprende es que ella no alcanza el cielo, porque de allí fueron precipitados satanás, autor del mal y su iniquidad. La flecha envenenada se clava otra vez en el alma del hombre que tuvo la osadía de rebelarse contra el Creador, hiriéndolo de muerte."
Son muchos los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi completamente por las preocupaciones de la vida, ocupados en sus asuntos profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones e inmersos en una ignorancia religiosa que alcanza frecuentemente niveles increíbles, no se proponen en lo absoluto el problema del más allá. Algunos, sobre todo si han recibido en su infancia una cierta educación cristiana y conservan todavía un atisbo de fe, suelen reaccionar ante la muerte inminente y reciben con dudosas disposiciones los últimos sacramentos antes de comparecer ante Dios. Muchos otros, sin embargo, descienden al sepulcro entristecidos sólo por el pensamiento que deben abandonar para siempre este mundo, al cual habían atado fuertemente su corazón. Estas almas han sido vencidas por el peligro de la eterna condenación. El pecado mortal habitual adormeció totalmente sus almas.
Pero no todos aquellos que viven habitualmente en pecado han contraído la misma responsabilidad ante Dios. Podemos distinguir cuatro especies de pecados que representan otras tantas categorías de pecadores.
No nos referimos a la ignorancia total e invencible, que quitaría toda responsabilidad moral, sino a aquella que es fruto de una educación antirreligiosa o indiferente y que se asocia a una inteligencia mediocre y a un ambiente hostil y refractario a toda influencia religiosa.
Aquellos que viven en tales condiciones advierten, a menudo, una cierta malicia en el pecado. Se dan cuenta perfectamente que ciertas acciones repetidas frecuentemente no son moralmente rectas. Sienten, quizás, cada tanto, el golpe del remordimiento. Tienen, entonces, capacidad suficiente para cometer libremente un verdadero pecado mortal que los aleja del camino de la salvación.
Pero es necesario reconocer que su responsabilidad está muy atenuada ante Dios.
Si han conservado el horror por aquello que les parecía injusto y pecaminoso, si en el fondo de su corazón se han mantenido rectos en aquello que es fundamental y han cultivado, aunque sea en modo superficial, alguna devoción a la Virgen, si se han abstenido de atacar a la religión y a sus ministros y, sobre todo, si en la hora de la muerte elevan su corazón a Dios arrepentidos y confiando en Su Misericordia, no hay dudas que serán juzgados con benignidad cuando se encuentren delante del Tribunal divino.
Si Cristo ha dicho que le será pedido mucho a quien mucho ha recibido (Lc 12,48), es lícito pensar que poco le será pedido a quien poco se le ha dado.
Estas personas suelen retornar a Dios con relativa facilidad cuando se presenta la ocasión. Como su vida disipada no proviene de una verdadera maldad, sino de una profunda ignorancia, todo lo que impresiona a sus almas, como la muerte de un familiar, la prédica de un misionero, un desastre financiero, frecuentemente bastan para retornarlos al recto camino.
No obstante, nunca brillarán ni por fervor ni por doctrina.
Son muchas las personas suficientemente instruidas en temas de religión cuyos desórdenes no se pueden atribuir a la simple ignorancia de sus propios deberes. No obstante, no pecan por una calculada y fría malicia.
Son débiles, de escasa energía de voluntad, fuertemente inclinadas a los placeres sensuales, irreflexivas. Lamentan sus caídas, admiran a los buenos, querrían ser como ellos, pero pocos se empeñan en tratar de alcanzarlos verdaderamente.
Estas disposiciones no los excusan de sus pecados. Más aún, son más culpables que aquellos que pecan por ignorancia, dado que se abandonan con mayor cognición de causa. No obstante, en el fondo, son más débiles que malos.
La tercera categoría está constituida por aquellos que pecan no por ignorancia o por fragilidad, sino por meditada indiferencia.
Pecan aún sabiendo que están pecando, no porque quieran el mal en cuanto ofensa a Dios, sino porque no saben renunciar a sus propios placeres, cuidándose poco si su conducta no es aceptada a los ojos de Dios. Pecan con meditada indiferencia, sin remordimientos de conciencia, pero si éstos aparecen, los silencian para continuar sin problemas por su camino.
Su conversión es muy difícil, dada la continua infidelidad a las mociones de la gracia, el descuido a sabiendas de los principios morales y el desprecio sistemático de los buenos consejos que pueden recibir de aquellos que buscan su bien de corazón.
Finalmente, hay una cuarta categoría de pecadores, la peor de todas. Son aquellos que se dan al mal con refinada malicia y satánica obstinación.
Su pecado más habitual es la blasfemia, entendida como expresión de odio hacia Dios. Inicialmente fueron quizás buenos cristianos, pero fueron resbalando poco a poco. Las pasiones, siempre aceptadas, alcanzaron proporciones gigantescas y llegó el momento en el cual se consideraron definitivamente perdidos.
Son fruto de la desesperación, la defección y la apostasía. Franqueadas las últimas barreras que los retenían al borde del precipicio, se abandonaron por una especie de venganza contra Dios y contra su propia conciencia a toda suerte de delitos y de desórdenes.
Atacan ferozmente la religión, combaten a la Iglesia, odian a los buenos, forman parte de las sectas anticatólicas y perseguidos por los remordimientos de su conciencia, se sumergen cada vez más en el mal.
Hay casos de personas que dicen: "No creo en la existencia del infierno pero si existe, allí iré. Por lo menos tendré el placer de no inclinarme ante Dios", o sino: "Si en la hora de mi muerte pidiera por un sacerdote para confesarme, no lo llamen porque estaré delirando".
Sólo un milagro de la gracia puede convertir a uno de estos infelices. La persuasión y el consejo son inútiles. Más aún, podrían tener un efecto contrario. No queda otra cosa que la vía sobrenatural: la oración, el ayuno, las lágrimas, recurrir incesantemente a la Virgen Maria, abogada y refugio de pecadores.
El pecado venial
Siempre a Consuelo, Maria Santísima dijo:
"El pecado venial es una desobediencia leve contra la Ley de Dios, en la cual toma parte la voluntad del hombre. Este pecado no provoca en el alma los estragos del pecado mortal. Si bien no tiene aquellos efectos terribles y nocivos porque carece de materia grave, no debe ser tomado a la ligera, ya que el pecado venial predispone y deja abierta la puerta al pecado que conduce a la muerte, luego de lo cual se pierde la gracia santificante y la amistad con Dios".
Luego del pecado mortal no hay nada que deba ser evitado con mayor cuidado que el pecado venial. Aunque sea menos desastroso que el pecado mortal, el venial todavía se encuentra en el plano del mal moral, que es el mayor de todos los males.
Pero a diferencia del mortal, el pecado venial representa una simple desviación y no una total oposición a Dios. Es una enfermedad pero no la muerte del alma. Quien comete un pecado venial sólo se desvía del recto camino, sin perder la orientación fundamental hacia la meta.
Se consideran tres especies de pecados veniales:
Los pecados veniales no cambian de especie aún si son repetidos con frecuencia. Mil pecados veniales no constituirán nunca un pecado mortal. Pero un pecado venial puede llegar a convertirse en uno mortal:
Un abismo separa el pecado venial del mortal. No obstante, el pecado venial constituye una verdadera ofensa a Dios, una desobediencia a sus leyes y una ingratitud a sus beneficios. Por una parte, se nos propone la voluntad de Dios y Su gloria, por otra parte, nuestros gustos y nuestras satisfacciones, y voluntariamente preferimos éstos últimos.
Es cierto que no los preferiríamos si supiéramos que nos alejan radicalmente de Dios (y en esto se distingue el pecado venial del mortal), pero no hay dudas que la falta de respeto y de delicadeza hacia Dios es de por sí, grandísima aún en el pecado venial.
Es tan grave la malicia de un pecado venial por la ofensa que ocasiona a Dios, que no se lo debería cometer, aún si con eso fuera posible liberar todas las almas del purgatorio o extinguir para siempre las llamas del infierno.
Pero todavía es necesario distinguir entre los pecados veniales de pura fragilidad y aquellos que se cometen con plena advertencia. Los primeros no los podremos nunca evitar y Dios, que conoce nuestras debilidades, fácilmente nos los perdona. La única cosa que conviene hacer es tratar de disminuir el número y evitar el desánimo que supone siempre un sentimiento de amor propio más o menos disimulado.
Reaccionando prontamente, con un arrepentimiento vivo pero pleno de mansedumbre, de humildad y de confianza en la misericordia del Señor, estas faltas de fragilidad apenas dejan una estría en el alma y no constituyen un serio obstáculo para nuestra santificación.
Pero cuando los pecados veniales son fruto de una plena advertencia y de un deliberado consentimiento, representan un grave impedimento a la perfección de un alma.
Es imposible avanzar en el camino de la santidad. Tales pecados contristan al Espíritu Santo, como dice San Pablo, y paralizan completamente su acción santificante en el alma. El pecado venial deliberado produce efectos en ésta y en la otra vida:
La única razón de ser de las penas del purgatorio es el castigo y la purificación del alma. Cada pecado, además de la culpa, comporta un delito de pena que es necesario satisfacer en esta vida o en la otra. Todo se paga. Dios no puede renunciar a Su justicia y el alma deberá pagar hasta lo último. Las penas que deberá sufrir en el purgatorio por las faltas que ahora comete con tanta desenvoltura definiéndolas bagatelas o escrúpulos, sobrepasan toda otra pena de este mundo.
Los aumentos de gracia santificante de los que se priva al alma en esta vida por la sustracción de tantas gracias actuales como pena por sus pecados veniales, tendrán una repercusión eterna. El alma tendrá en el paraíso una gloria menor que aquella que hubiera podido conseguir con una mayor fidelidad a la gracia. El grado de felicidad propia y de gloria divina son proporcionales al grado de gracia conseguido en esta vida.
Para combatir el pecado venial, ante todo es necesario tenerle un gran horror, sin el cual no haremos ningún verdadero progreso en el camino de perfección. Para ello será de gran ayuda la consideración de las razones que hemos expuesto sobre la malicia y las consecuencias del pecado. Debemos luchar contra el pecado venial con insistencia, sin darnos tregua. Si aceptamos una tregua, es ya pecado.
Es necesario hacer con fidelidad el examen de conciencia general y particular, incrementar el espíritu de sacrificio y de oración, conservar el recogimiento interno y externo en la medida que lo permitan las obligaciones de estado, estar dispuestos a sostener todo con tal de no cometer un solo pecado venial deliberado. Cuando hayamos grabado en nuestra alma esta disposición en un modo permanente y habitual, cuando estemos en grado de practicar cualquier sacrificio con tal de evitar un pecado venial voluntario aún ligerísimo, habremos llegado muy cerca de la meta final.
No es una empresa fácil, pero mediante un trabajo constante y con la oración humilde, es posible acercarse a este ideal y conseguirlo en la medida que lo alcanzaron los santos.
Las imperfecciones
Así dice Maria Santísima a Consuelo:
"Las debilidades propias del carácter son congénitas: nacen entonces con la persona. El carácter puede ser modificado, aún si para hacerlo es necesario esfuerzo, paciencia y gran constancia. Las faltas propias de la naturaleza humana son habitualmente un medio muy eficaz para ejercitar la virtud de la humildad.
Pablo, el apóstol de las gentes, era un hombre de gran ímpetu, inclinado a la ira y poco apacible. Su presencia provocaba altercados entre los hombres... Pablo se había trazado un camino para asemejarse a Cristo y luchó siempre contra sus debilidades e insuficiencias".
La imperfección, aún la voluntaria, se diferencia del pecado venial. Un acto bueno en sí mismo no cesa de estar en la línea del bien aunque podría ser mejor. El pecado venial, aún el más leve, se encuentra en la línea del mal. Esto no quita que en la práctica, la imperfección voluntaria impida al alma dirigirse con arrojo hacia la santidad.
Dice San Juan de la Cruz:
"Si el alma deseara alguna imperfección, que Dios sin dudas no puede querer, no se formaría una única voluntad divina, porque el alma querría algo que Dios no quiere.
Sin advertencia y cognición y sin libertad, el alma podrá por cierto, caer en imperfecciones y pecados veniales y en los apetitos naturales, ya que de tales pecados está escrito que el justo caerá siete veces al día y volverá a levantarse.
Imperfecciones habituales son, por ejemplo, la costumbre de hablar mucho, el sujetarse a cosas que el alma no se decide a superar, como sería, el afecto de una persona a una ropa, a una habitación, a aquel tipo de alimentos, de relaciones, a aquellas pequeñas satisfacciones, a la manía de escuchar novedades y a hechos similares.
Si el alma pone sus afectos en alguna de estas imperfecciones, encuentra mayor obstáculo en crecer en la virtud y será imposible que el alma progrese en la perfección, aunque estas imperfecciones sean pequeñísimas. En efecto ¿qué importa si un pajarito está prisionero de un hilo sutil o a uno grueso? Por muy sutil que sea el hilo, el pajarito sigue atado y hasta que no lo rompa, no podrá volar. Sin duda, cuando más fino sea el hilo, más fácil será romperlo, pero si no se lo rompe, el pájaro no podrá liberarse. Así sucede con el alma atada con afectos a alguna cosa: aunque tenga muchas virtudes, no alcanzará la libertad de la unión divina.
Aquel que no se ocupe de reparar una rajadura en un vaso, por muy pequeña que sea, poco a poco todo el líquido irá perdiéndose".
El alma pondrá todo su empeño y aplicar todas sus energías, haciendo uso de todos los medios a su disposición, para disminuir el número de las imperfecciones y tender siempre hacia aquello que sea más perfecto, procurando hacer todas las cosas con la mayor intensidad posible. Se trata, en síntesis, de perfeccionar los motivos que nos llevan a operar, haciendo todas las cosas cada vez con mayor pureza de intención, con el ansia de glorificar a Dios, con el deseo de quedar bajo la acción del Espíritu Santo, sin considerar nuestros gustos y nuestros caprichos.
Es necesario tender siempre a una conformidad cada vez más perfecta y dócil a la voluntad de Dios sobre nosotros hasta dejarnos llevar por Él sin resistencia, donde quiera, hasta la muerte total de nuestros personales egoísmos y hasta transformarnos plenamente en Cristo, lo que nos permitirá decir con San Pablo: "Ya no soy yo quien vivo, sino Cristo, quien vive en mí" (Gal 3,20).
"...Agradézcanselo con esta oración o ofrezcan la Santa Comunión el jueves de cada semana para que se derritan los corazones endurecidos de los pobres pecadores:
Oh! Jesús, es dulce tenerte en mi corazón. Deseo ardientemente tu amor. A tu Sagrado Corazón Misericordioso, suplico, adoro, le ruego, lo amo y le pido por Sus Santas Virtudes que aquellos corazones endurecidos se derritan, se purifiquen y se enfervoricen para acercarlos así al Santísimo Sacramento del cual eres parte Tu, Jesús Mío.
(Belpasso, 1º agosto 1987)
"...Todavía hoy Mi Corazón está herido por el pecado. Todavía hoy el Corazón de Mi Hijo está herido por el pecado. Ofrezcan reparación: se los pide vuestra Madre, deseosa de la paz en el mundo... ".
(Belpasso, 1º febrero 1987)
Fuentes Bibliográficas