EL AMOR DE DIOS, EL CORAZÓN DE MARIA, EL CORAZÓN DEL HOMBRE
El Amor de Dios, cuando es acogido, inunda, penetra en lo más íntimo del alma humana.
No pude quedarse en ayunas, aunque sea por un instante, luego de haberlo saboreado.
Este Amor exige Amor, porque el corazón del hombre, completamente tomado, completamente envuelto e inmerso en él, no quiere salir más, quiere permanecer allí, y el único modo de seguir así es amar tanto como Dios ama. Pero sabiendo que no se puede igualarlo ni en la intensidad ni en la cantidad, el único modo de amar en la misma medida y en el mismo grado, es pedirle todavía más amor, al punto tal de ser transformado, conforme a ese mismo Amor, de modo de ser uno con Él, de ser uno con el infinito Amor de Dios.
De todo esto se puede entender el gran misterio, la fascinación de Maria, porque todo lo dicho hasta ahora sucedió en Ella de manera completa y perfecta, ya que Ella es la obra maestra de Dios.
¿Cómo puede no amarse a Maria, objeto del Amor de Dios?
Quien ama a Dios, no puede no amar a quien Él ama infinitamente.
Conformarse al Amor de Dios significa amar a Maria, y amar a Maria significa amar a Dios que ha instalado su morada en Ella.
Dios ha confiado a Maria esta misión eterna: hacer conocer su mismo Amor a los hombres que Él ama.
Cada hombre que quiere vivir como Maria no puede no conocer y experimentar en su propia vida esta sublime presencia divina.
Pero hay más: se puede penetrar aún más en el misterio de Maria entrando más profundamente en el misterio de aquel Amor divino que se perpetúa, que se renueve continuamente entre Maria y su Señor.
¿Cómo es posible esto?
La Sagrada Escritura nos dice que "Maria, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón" (Lc. 2, 19)
Tenemos entonces, un punto de referencia en el Corazón de Maria.
¿Pero, qué cosa es este Corazón? ¿Cómo defender esta dimensión íntima de Maria, que algunos reducen a un puro y melindroso sentimentalismo, y a una ulterior e inútil interposición entre el hombre y Dios?
En realidad, la misma Sagrada Escritura nos dice que Dios sabe lo que hay en el corazón de cada hombre (cf. Jn. 3,20). Y es también la misma Sagrada Escritura la que nos dice lo que Maria guardaba en su Corazón: guardaba la realización de todos aquellos misterios divinos que la circundaban y la involucraban, pero más aún: los meditaba, los elaboraba, y hacía de ellos un motivo de ulterior reflexión sobre Dios, sobre Su Amor, y sobre sí misma, sobre su propio rol de Madre en el interior de la historia de la salvación que se realizaba con la encarnación, la pasión, la muerte y la resurrección de su Hijo Jesús.
Además, la Iglesia reconoce en el Magnificat de Maria una misión que aún se continúa en la gloria de los bienaventurados, ya que Ella repite por toda la eternidad: "Mi alma glorifica al Señor..." (Lc. 1,46 y sig.). ¿Quién puede cantar perfectamente la grandeza de Dios sino aquella que ha estado colmada de tal grandeza que es el receptáculo predilecto del Amor divino?
El amor busca al amor, el amor quiere espejarse en sí mismo, y esto es lo que sucede entre Dios y la criatura que se abre a Él. En Maria tenemos el ejemplo máximo de esta relación entre Dios y la criatura.
Entonces: ¿qué objeciones se pueden oponer frente a esta realidad objetiva?
Siempre es la Sagrada Escritura la que nos habla del corazón, y con él indica a menudo la mala o buena disposición del hombre, su voluntad, sus inclinaciones, las propuestas de su espíritu.
Conscientes de esto, ahora no nos queda sino entrar en el Corazón de Maria.
¿Pero cómo se hace para entrar en el Corazón de Maria?
Es la misma Santísima Virgen quien nos da la respuesta. En el mensaje del 1º de enero de 1987 nos dice así:
"Deseo que entren en Mi Corazón con mucha humildad y mucho amor, deseo que reciten cada día el Rosario, deseo que comulguen, que se confiesen, de modo de ser cada vez más dignos del amor de Cristo".
Ante todo, se nos piden dos fundamentales disposiciones del alma: la humildad, y todo el amor que sepamos expresar.
Se nos pide la humildad porque no sólo Maria es la humilde esclava del Señor, a la cual todos nosotros intentamos asemejarnos y conformarnos, sino que también Su Corazón Inmaculado es el santuario en el que Dios ha establecido su morada. En efecto, Maria es llamada Casa de Dios, Santuario de Dios.
Se nos pide todo el amor que seamos capaces de dar porque el motivo principal por el cual se entra en el Corazón de Maria es aquel de transformar y uniformar nuestro amor al amor de Dios.
La expresión "... de modo de ser cada vez más dignos del amor de Cristo..." significa buscar todos aquellos medios necesarios para continuar y permanecer en su Amor (a propósito de esto, sirven las palabras de Jesús: "Permanezcan en mi amor. Si observan mis mandamientos, permanecerán en mi amor") de modo tal que nuestro amor sea cada vez más similar al suyo, digno de ser parangonado al suyo, tanto de poder decir con San Pablo: "Ya no soy yo quien vive, sino es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). Pero esta unión necesita de una continua comunión. En efecto, ¿cómo puede sostenerse que dos personas están unidas si no hay una cierta asiduidad entre ellas? ¿Y cómo puede haber asiduidad si no existe el compartir y no hay diálogo entre ellas?
Por esto, la Santísima Virgen nos indica todos estos medios que renuevan y continúan el diálogo con Dios, nos exhorta a orar cada día con el Santo Rosario, nos invita a encontrar a Jesús en la Eucaristía, nos impulsa a consolidar esta unión en el sacramento de la Reconciliación.
Con el Santo Rosario tenemos presente aquel misterio divino que tiene su excelencia en la verdadera presencia divina que es la Eucaristía. Por eso puede decirse que el Santo Rosario tiene dos funciones: una es aquella de prepararnos e introducirnos al encuentro con Jesús Eucaristía; la otra es aquella de hacer cuanto más fructífero este encuentro y de tener viva en nuestra conciencia esta comunión con el Señor.
La Eucaristía es, como se ha dicho, el encuentro, la comunión por excelencia. Aquí no es el caso de hablar del valor absoluto de la comunión eucarística, que necesita un análisis particular. Aquí damos algunas pequeñas sugerencias para quien quiere entrar en la óptica del ofrecimiento de sí mismo, para llegar a ser uno con el Amor.
Ante todo, es necesaria una actitud de escucha. Hagamos silencio en nuestro fuero íntimo. Recibamos al Señor que viene a nuestros corazones sólo con estas palabras: "Habla Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 3,10).
Otra disposición del ánimo es aquella de la máxima confianza, del absoluto abandono, como se decía antes; en efecto, "Dios es más grande que nuestro corazón, y conoce todas las cosas" (1 Jn 3,20). Por eso es superfluo afanarse por presentarle nuestras penas, nuestras preocupaciones, ya que Él sabe todo y sabe que necesitamos su ayuda. Sólo pide que confiemos en Él, siendo conscientes que nos socorrerá.
En fin, es necesario hacerse atraer por su Amor, y no hay nada que atraiga más que entregarse. Jesús Amor se entrega a nosotros y nosotros nos entregamos al Amor, unidos en este ofrecimiento, y teniendo la plenitud del Espíritu Santo, sube al Padre un sacrificio perenne agradable a Él, por la salvación del mundo (cf. Misal Romano).
En este ofrecimiento sublime está, naturalmente, la presencia de Maria. Como al pie de la Cruz Maria se une al ofrecimiento del Hijo a Dios Padre, también en la comunión eucarística Maria se une a cada uno de nosotros.
A la luz de estas reflexiones, no es difícil comprender el acto de ofrecimiento durante la Santa Comunión por la salvación de nuestros hermanos, que nos enseñó la Santísima Virgen:
"Oh! Jesús, es dulce tenerte en mi corazón. Deseo ardientemente tu amor. A tu Sagrado Corazón Misericordioso, le suplico, lo adoro, le ruego, lo amo y le pido por Sus Santas Virtudes que aquellos corazones endurecidos se derritan, se purifiquen y se enfervoricen para acercarlos así al Santísimo Sacramento del cual eres parte Tu, Jesús Mío". (1º agosto 1987)
Otro medio para estar en comunión es el recibir y ofrecer a Jesús las enfermedades, los sacrificios, las humillaciones y todo aquello que constituye un sufrimiento en nuestra vida, aplicando las mismas intenciones que se han expuesto antes, o sea, la conversión de nuestros hermanos.
También en esta caso tiene valor el mismo principio mencionado más arriba, a propósito de la comunión eucarística. Con el propio sufrimiento, cada uno participa en el sufrimiento redentor del Cristo (cf. Juan Pablo IIº, Salvifici Doloris), pero en el sufrimiento también está la presencia constante de Maria, que renueva su estar junto a la cruz de sus hijos, como ya hizo con su Hijo Jesús.
Su estar junto a la Cruz no fue una simple asistencia, sino un participar en la comunión de amor que se hace entrega sublime y extrema en unión con el sacrificio del Hijo por la salvación del hombre.
Del mismo modo, Ella participa en nuestros sufrimientos en virtud de su misión eterna de Madre. No podría ser de otro modo, del momento que Jesús nos la ha confiado por Madre nada menos que desde la Cruz (cf. Jn 19,26-27).
A través de sus manos, nos podremos ofrecer a nosotros mismos a Dios por la salvación de todos los hombres esparcidos por el mundo, ofrecimiento que se realiza en unión con el sacrificio perfecto que Jesús hizo una vez para siempre, ofreciéndose a Sí mismo sobre la Cruz por la salvación de la humanidad.
El sacramento de la Reconciliación sirve para recomponer la línea que nos mantiene en comunión con Dios, y que tal vez nosotros rompemos al tirar de ella con demasiada vehemencia. Nos reconcilia, en Cristo, con el Padre, con nuestros hermanos, con nosotros mismos, de modo tal de quedar plenamente unidos en la comunión de Amor que desde Dios se comunica con nosotros, y desde nosotros a nuestros hermanos.
También en este sacramento se puede experimentar la presencia de Maria. Ella, que es Señora del perdón y Madre de misericordia, nos impulsa con amoroso estímulo hacia el abrazo del Padre.
Hemos, entonces, hablado del entrar en comunión con Maria, y en Ella, con Dios. Todo esto es la esencia de la consagración de nosotros mismos al Corazón Inmaculado de la Madre del Cielo, y hace así que nos convirtamos en auténticos testimonios de la grandeza de Dios y cooperadores de aquel reino de justicia, de caridad y de Paz que el Señor quiere edificar, a través de su Madre.
Sabemos que la consagración por excelencia es la bautismal, pero el entregarse conscientemente para entrar en una más estrecha comunión con Dios en el Corazón Inmaculado de Maria, deja un espacio libre a la obra comenzada en nosotros con el Bautismo del Espíritu Santo Amor hasta el perfecto cumplimiento con la eterna visión de Dios.
Luis Maria
A LA REINA DE LA JUVENTUD
Santa Maria, Madre de Dios, consérvame un corazón de niño, puro y transparente como el agua de una surgente.
Otórgame un corazón simple que no rechace el sabor de las humanas tristezas, un corazón magnífico en el darse, tierno a la compasión, un corazón fiel y generoso que no olvide los beneficios recibidos y no guarde rencor por ninguna ofensa.
Dame un corazón humilde que ame sin pedir nada a cambio, feliz de desaparecer en otros corazones sacrificándose ante Tu divino Hijo, un corazón grande e indomable que ninguna ingratitud pueda cerrar, ninguna indiferencia pueda cansar, un corazón atormentado por la pasión de la gloria de Jesús, herido por Su Amor con una llaga que no se cure sino en el Cielo.
Amén